La verdadera vida de Sebastian Knight

Si tuviera que escoger un libro de Nabokov sería este. Nunca me ha cautivado tanto como Lolita ni me ha divertido tanto como Ada o el ardor o Pálido fuego, no me ha estremecido como Risa en la oscuridad ni me ha enseñado tanta literatura como Curso de literatura rusa o Curso de literatura europea —solo él podría escribir algo parecido a un manual con tanto o más interés que sus novelas—. Pero este libro junto con La defensa es una de esas raras joyas inclasificables en cuanto a su temática y sensibilidad. Su temática porque es inefable, claro. Si nos empeñamos, encontraremos guiños y alusiones más o menos escandalosas a alguna escuela literaria, a la psicología freudiana, a los rudimentos junguianos de lo inconsciente colectivo, a la disipación y desintegración del escritor tanto como del hombre de familia…
Pero siete lecturas después vamos a seguir formulando la misma pregunta: ¿de qué trata esto? Lo de la sensibilidad literaria no es cosa pequeña, porque pocos como Nabokov tienen la habilidad de forjar argumentos crueles, tender tramas cuyo orden alude a cosas aparentemente inocuas, pero que en realidad están creando una metanarración que nos abre la dimensión oculta de sus personajes y del mismo autor, riéndose y llorando por su criatura, disculpándose quizá entre líneas por zarandear así a sus víctimas. Vladimir Nabokov nunca ocultó su deuda con Jane Austen y sus recreaciones dentro de la recreación que es Manfield Park. En esa obra reside mucho de lo que explica Nabokov en su literatura.


Sebastian Knight es un autor de culto. Al menos entre quienes lo leen, que nunca sabemos muy bien quiénes son, aunque sí nos enteremos de las demoledoras críticas de sus detractores.
¿Por qué? Luego vamos a eso. Knight renuncia ya en los inicios de su carrera literaria al ruso, lengua materna, para expresarse y narrar en inglés.
Su vida discurre entre los templos del saber inglés, los pubs de gentleman relamidos y lo único que tiene en común con el narrador del libro, su hermanastro del que no nos enteramos más que de la primera letra de su nombre, ‘V.’, es que tuvieron un mismo padre que murió en un insensato duelo a lo Puhskin.
Aunque la narración de V. se centra en la influencia materna en Sebastian, madre a la que Sebastián apenas vio y que V. tiene que imaginarse como buen narrador testigo, se intuye que la apuesta paterna por la «honorabilidad» deja huella en la pretendida búsqueda de perfección literaria de Sebastian.
Las páginas pasan y poco a poco vamos entendiendo que V., quien narra, alberga sentimientos contradictorios sobre Sebastian. Quiere escribir su biografía, pero teme no hacerle justicia. Se mofa de los que no entendían sus libros y dice sentir lástima por su incapacidad para comprender el genio y la imaginación, pero también nos enteramos de las terribles palabras de sus detractores, lo que ya debiera poner en guardia a cualquier cazador de dimensiones literarias.


Grafiti en la ciudad croata de Opatija.


En El bien perdido nos enteramos de pronto de que:


El amor físico no es sino otro modo de decir la misma cosa y no una nota especial de saxofón que, una vez oída, tiene eco en todas las demás regiones del alma. Todo pertenece al mismo orden de cosas, pues tal es la unicidad de la percepción humana, la unicidad de la individualidad, la unicidad de la materia, sea lo que fuere la materia. El único número verdadero es el uno, los demás son repetición.


Es complicado encontrar tal cúmulo de pedanterías supuestamente filosóficas sin objeto literario alguno en cualquier otro autor genial que, curiosamente, solo entiende una minoría exquisita: el narrador.
Si Nabokov hubiera querido introducir un párrafo en su Curso de literatura rusa explicando «lo que no se debe hacer al escribir», seguramente estas líneas con los momentos más inspirados de Sebastian Knight estarían ahí.
El narrador testigo que utiliza Nabokov, por supuesto, tiene trampa. Y la trampa, ahora lo veremos, es el ego. Porque V. no solo tiene ínfulas de escritor, también está dolido y ni una sola vez que defiende a Sebastián nos quedamos sin el contrapunto humorístico y ácido de la relación (o la ausencia de ella) que han mantenido, y más aún, con alguna sutilísima referencia a que él puede hacerlo tan bien como Sebastian. Y lo hace tan bien (o tan mal, cuestión de gustos) que ambos escriben igual.
Esta es la descripción del comportamiento de Sebastian ya en las primeras páginas:


Solía ayudarme en mis tareas escolares, explicándome con tal apresuramiento e impaciencia que su auxilio no me servía de nada. Al rato de empezar se guardaba el lápiz en el bolsillo y se marchaba del cuarto.

Pero inmediatamente después pasamos a lo literario en Sebastian como en el resto del libro cada vez que se pretende ahondar en su personaje. Los encuentros entre los dos hermanastros, por decirlo llanamente, son esas ocasiones en que no nos tenemos que fiar del narrador, sino que podemos «ver» quién es quién, son solo tres.
Uno se da durante el trayecto de un viaje en tren; otro, por pura casualidad en un restaurante de París donde V. reside y Sebastián pasa el rato hasta (V. no acaba de creerlo) que partan inmediatamente a otro país. Sebastian y su amante Clare no solo no lo han avisado, sino que se deshacen con azoramiento de él.
Sin embargo, V. tiene entre ceja y ceja escribir la biografía de Sebastian, hacerle justicia (aunque no sabemos qué clase de justicia, claro), y empezamos a pensar que lo que V. quiere es hacerse justicia a sí mismo.
De la relación entre Clare y su hermanastro que dura seis años y que él desconoce en toda su dimensión, dirá:


Es difícil creer que la tibieza, la belleza, la ternura, no se haya recogido, no haya sido atesorada por algún testigo inmortal de la vida mortal.


O sea, de él, ya que es la función de todo escritor que se precie y parece una petición, casi una súplica, de que alguno de nosotros reconozcamos la obra de Sebastian, pero sobre todo la labor de V. al ensalzarla.
Las páginas finales son un alarde literario de la definición (indefinición en este caso) del personaje y de entramado narrativo: el orden de la trama bandea en el espacio y el tiempo a V. para que, presumiblemente, el lector no se centre en sus difuminados problemas psicológicos.
En su indefinición, acentuada por la trama urdida para este efecto, V. tiene que convencernos de que realmente quiere sacar adelante la biografía de Knight, pero a la vez debe convencernos de que él es tanto o más válido (inválido, quizás) que su hermanastro como escritor. El punto de máxima saturación es el encuentro mágico, casual, entre V. y Clare; V. entiende que la relación entre ella y Sebastian no dio ni un solo hijo en seis años y cuando se la encuentra está encinta, abrazada a su nuevo compañero con el que no puede llevar saliendo más de un año; aquí hay que imaginarlo todo, porque al fin y al cabo La verdadera vida de Sebastian Knight es la verdadera vida de V. y su mirada entre cínica, sensiblera y dolida, arteramente oculta y sutilmente insinuada por Nabokov.
El tercer encuentro es ya el desenlace del libro, que no mencionaré por si el lector tiene la fortuna de no haber leído el libro y acude a él por primera vez.
Pero fuera de esos desencuentros entre los hermanastros que culminan en un final de folletín tragicómico, nos encontramos con el fenómeno de la transferencia entre los dos ámbitos: la literatura de Sebastian y la vida de V.
De Caleidoscopio nos enteramos por V. de que:


Es una pérfida imitación de muchas otras cosas, no solo de novela policiaca: por ejemplo cierto hábito literario que Sebastian Knight, con su aguda percepción del decadentismo secreto, advirtió en la novela moderna: el habitual ardid de agrupar personas en un espacio limitado. Poco a poco va deduciéndose que los huéspedes están de diversa manera relacionados. La anciana de la N.º3 resulta ser la madre del violinista de la N.º11. El estudiante pisciforme es nada menos que el hermano de esa señora. Aquí el cuento adquiere una belleza extraña, la idea del tiempo que bordeaba lo ridículo (el mismo detective se pierde encallado en algún lugar en medio de la noche), se reabsorbe y aparece.

Este libro acaba con el cadáver, que en realidad es la excusa para escribir sobre otros asuntos de Sebastian, desaparecido y la cara de confusión de los personajes.
El lector atento ya se ha dado cuenta a estas alturas de que V. vive (o narra) en la misma confusión, casualidad y parodia que vemos en cada libro de Sebastian, y el final es epítome aclaratorio, ya que la epifanía que tiene V. en la mansión (el viejo ardid de juntar personajes en un espacio limitado) ni tiene sentido ni está bien narrada ni tiene la menor gracia —sospechosamente parecido a los libros de Knight—. La verdadera vida de Sebastian Knight es un libro asombroso, un «extraño asfódelo», con el que Vladimir Nabokov alcanza la sublimidad en la narración e indaga en la selección de lectores. Obras como Lolita, Ada o el ardor, La defensa, Pálido fuego, Pnin, Rey, dama; valet, son el legado de un embelesado de la literatura rusa, francesa e inglesa, y un maestro universal de las letras.

Ilustración de Mariola Rubio Aparicio.

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